La Diosa Blanca

Sobre HIDALGO, de María Marull

Sobre HIDALGO, de María Marull 477 281 Ignacio Apolo

El viernes 20 fui a ver HIDALGO, de María Marull, a El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960 / 4862-0655). Funciones viernes 20 y 22 hs.

Belleza Americana

El “vendedor optimista” es un clásico personaje norteamericano, representante, por una parte, de ese ideal del self made man (o “emprendedor”, en términos más afines a la actual ideología oficial) y por otra, del aplastante peso del American dream sobre la subjetividad, siempre a punto de quebrarse y convertirse en pesadilla. Aparece con claridad en el icónico Willy Loman, protagonista no sólo de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, sino de toda la devastación a nivel individual de las promesas del capitalismo. El “popular” vendedor, como saldo de sus días, no logra que nadie, excepto su familia, asista a su funeral. Se ha suicidado para conseguir un poco de dinero sin tener que aceptar su fracaso, pero ese dinero sólo alcanza para pagar la última cuota de la hipoteca. Su mujer, Linda, se lo dice a la tumba en las últimas palabras de la obra: “hoy pagué la última cuota de la casa. Hoy, querido. Y no habrá nadie allí. Pero somos libres. Somos libres”.

El personaje no quiere raspar la cáscara de la felicidad prometida, porque su identidad y autoestima están cimentadas sobre un sueño que simula estar al alcance de todos -de todos los “ganadores”-, y se desgarra a lo largo de esta obra, y de tantas otras -obras y películas- hasta cobrar secreta conciencia y aceptar, o al menos vislumbrar y apenas reconocer, con su muerte, de qué se trata de la libertad de los cementerios. Son los personajes anti-cínicos, los que intentan vender, como el padre de la Pequeña Miss Sunshine, los diez pasos del éxito (sin poder probar su eficacia en sí mismo ni en su familia), o la exquisita vendedora inmobiliaria de American Beauty, esposa del narrador y protagonista muerto, que solo desde el otro lado, puede hablar de la belleza.

Las máscaras en estos personajes nunca terminan de caer, porque sus personajes dan la vida por ellas. Lo contrario sucede en la tradición del grotesco, del que abreva, con anterioridad al realismo de Arthur Miller, buena parte de la tradición de lo más productivo y emblemático del teatro de estas latitudes. La primera acepción de “grotesco” es la de distorsión, por exacerbación del contraste, de las características de los personajes: exageradas muecas de extravagantes personajes que uno no deja de reconocer, sin embargo, como parte de un muestreo social, a mitad de camino -o más bien, tambaleando incesantemente- entre la risa cómica y el dolor de la tragedia. El ápice de nuestro grotesco, la notable Stefano, de Armando Discépolo, no deja de ser un doloroso reflejo de la caída de aquel primer sueño americano, el del inmigrante que vino a “hacerse la américa” y no se da cuenta de que termina haciendo “la cabra”[1]. La versión sudaca de la belleza americana contiene la caída de la máscara que, como veremos, puede ser sinónimo de tragedia (en Discepolo) o de redención.

Así, y una vez más, lo mejor de las tradiciones es su constante renacer y mutar en manos y cuerpos de generaciones que, lejos de “conservarlas”, las dotan de vida propia. Así, en el emblemático Camarín de las musas, los cuerpos de Paula Marull y Agustín Daulte, y los textos de María Marull, reeditan las máscaras, las muecas, el gesto al límite del absurdo y la caída final.

Síntesis Argumental

Una agente inmobiliaria llega a un departamento bien ubicado de una zona en auge para cerrar la operación de venta y cobrar, finalmente, su indispensable comisión. Sabe que el departamento está temporalmente ocupado por un padre y su hijo, que pactaron irse apenas la transacción se realice, y debe lidiar con esa presencia. Lo que no sabe es que lo que esa presencia, que adolece lánguida y dolida en el limbo de un “no lugar”, despertará en ella.

Figuras

La dupla escénica remite directamente a la tradición del grotesco: el cuerpo desgarbado, abúlico, a medio vestir, del adolescente que casi pareciera no poder proferir frases largas o complejas, y el cuerpo hiper-vestido, demasiado maquillado e hiperkinético de la vendedora, que no parece poder dejar de hablar, de asociar, de decir lugares comunes y de moverse. Esta vendedora es, a la vez, máscara -actitud positiva para una jornada de ventas y lugares comunes para activar el entusiasmo- y conciencia de clase -sabe y declara perfectamente cuál es su lugar en la división social del trabajo, cuántos medios de transporte tiene que tomar para llegar, qué tipo de ropa tiene que comprar para achicar costos, quién es su explotador y qué exigencias tiene para con ella-. A su vez, el adolescente, es la figura arrojada al borde del sistema: a punto de repetir por segunda vez el año, su presente casi sin sentido pende de la interpretación de un texto escrito en un viejo libro que a nadie interesa y que, por supuesto, nada significa. Del encuentro (y choque) de figuras tan disímiles, proviene la mayor virtud de esta y otras obras de María Marull: lo cotidiano, lo por todos conocido y esperable, se torna de pronto develación, descubrimiento y, en el caso de Hidalgo, incluso experimento.

Fuera del perímetro

El encuentro, colapso y síntesis de lo diverso en una nueva forma es el ABC de la creatividad, o bien, digamos, el “A” (el “B” podría ser la desautomatización de un uso habitual de lo mismo, que no crea un objeto, pero lo reasigna, y el “C” lo dejo librado a la creatividad del lector). Aquí tenemos: adolescente perdido que tiene que rendir literatura y vendedora de departamentos “con amenities” que tiene que lidiar con este okupa y se conmueve ante él como ante un espejo que le devela una verdad propia. Este encuentro da una obra y algo más que, literalmente, se sale del perímetro.

El adolescente tiene que llevar un trabajo práctico a su clase de Literatura sobre el poeta gauchesco Hidalgo. Esto, literalmente, es lo que llamamos en creatividad “un chino”. Dada una situación que puedo imaginar linealmente, abro la puerta y dejo pasar a un chino (es decir, un personaje o elemento de otro lenguaje, de otro aspecto, de otra dinámica). En el caso de este texto, la presencia del poeta Hidalgo[2] viene de otro tiempo (y de la otra margen de su río). Y eso permite que, en lo que para mí es el momento más mágico, poético y cargado de sentido (porque, justamente, lo elude), la obra se salga de su propio perímetro. En un pasaje que bien podríamos denominar “composición tema Hidalgo”, la vendedora sale del cuadrilátero que sugiere los límites del departamento y/o del espacio escénico y crea, desde el más allá, una vida y obra del poeta, mezcla de deseos propios, ensoñaciones, frustraciones e imágenes esparcidas sobre una vida imaginada, que es una delicia inesperada que mueve la tradición del grotesco hacia su borde absurdo, implicándolo, traspasándolo y reabsorbiéndolo.

Gorostiza esquina Marull

Decía al principio que nuestra versión de la caída de la máscara era, en Discépolo, sinónimo de tragedia. Pero en otras líneas del grotesco, lo es de redención. La hermosa y clásica obra breve de Gorostiza, El Acompañamiento, es una perfecta muestra de esa elevación. De esa máscara que, al caer, devela el fracaso y el abandono de todos los sueños. Pero en este caso sus personajes, lejos de abandonar también sus cuerpos y entregárselos a la muerte (o al sistema), reivindican la máscara: ahora como signo de rebelión o resistencia, porque esta vez es consciente. Y entonces, Sebastián suelta el picaporte de la puerta que quiere abrir para liberar a Tuco de su locura, y con el bandoneón imaginado, se sube él también al tango de los sueños.

Tres décadas después, la vendedora y el adolescente sueltan el peso de la historia (en el caso de ella y del muerto Hidalgo) y del futuro (el ominoso caso del adolescente sin destino) para resistir, livianos, desde la conciencia y desde la pasión.

[1] En ese preciso y precioso mundo lingüístico de Discepolo, donde la entera coloquialidad del cocoliche y el criollo son elevadas a textura poética, “hacer la cabra” es no dominar el sonido de los instrumentos de viento por la falta de aire que proviene, entre otras razones, de la decadencia física de la vejez.

[2] Conociendo el texto original de esta obra, que María trabajó con Kartún y conmigo en la EMAD, y habiendo hablado con ella, confirmamos: el poeta Hidalgo es un chino, un elemento incorporado con posterioridad.

Sobre YO, ENCARNACIÓN EZCURRA, de Cristina Escofet

Sobre YO, ENCARNACIÓN EZCURRA, de Cristina Escofet 477 360 Ignacio Apolo


El domingo fui al reestreno de Yo, Encarnación Ezcurra, de Cristina Escofet, al Teatro del Pueblo (Av Roque Sánez Peña 943/ 4323-3606) Funciones: Domingos 18 hs.


El flequillo de Marlon Brando

Cada época, en términos generales, y cada autor de sus relatos en particular, genera signos propios para representar el pasado. Nunca la reconstrucción histórica apunta exclusivamente a “mostrar” cómo se vestían, se hablaban, se pensaban y se movían los cuerpos, la sociedad y la naturaleza en determinado tiempo histórico, sino, y sobre todas las cosas, a tensar y valorar su vínculo con el presente, en términos también de autopercepción. El ya clásico ensayo de Roland Barthes sobre la construcción de “lo romano” en el cine de Hollywood de los años cincuenta ilumina los principales aspectos de esta evidencia. En términos muy sintéticos, analizando el film “Julio César”, de Makiewicz, Barthes da cuenta de que todos los personajes masculinos tienen flequillo. Más allá de cualquier voluntad de reconstrucción histórica, que podría haber mostrado sin faltar a “la verdad” a romanos pelilargos o calvos, la película inunda de mechones frontales la pantalla porque ése es, ni más ni menos, el “signo” de la romanidad. Estamos en una sala de cine, viendo en una pantalla proyectadas en blanco y negro a famosas estrellas de Hollywood vestidas con túnicas bizarras, brazaletes y sandalias, y hablando en inglés; sin embargo, nadie duda de que estamos en la Roma imperial: esa certeza es la que aporta el signo.

Es el Hollywood de los 50 el que construye a los romanos para el cine, tan distintos de los trajes isabelinos y sin ningún artificio visual renacentista del Julio César de Shakespeare. Todos y siempre, desde Ben-Hur a Gladiador, desde Julio César a Espartaco, hablan en inglés (a excepción de La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, en la que los personajes hablan arameo y latín coloquial; el director australiano había pretendido que no se utilizaran los subtítulos que finalmente se pusieron: un modo radical de construir, desde el presente, signos de lectura de la época también).

Del mismo modo, el teatro que propone personajes históricos o reconstrucciones de época necesita generar signos, y esos signos se dirigen frontalmente al presente que comparte con su platea. En este caso, la construcción de un cuerpo femenino del Buenos Aires de principios del siglo XIX, sombra y contraparte de otro cuerpo, el cuerpo oficial, masculino, del Restaurador de las Leyes, Brigadier General don Juan Manuel de Rosas. Y ese cuerpo encarna una voz, cuyo vector es un “yo”, que la potencia.

Síntesis Argumental

Recluida en su habitación, la agonizante Encarnación Ezcurra, mujer de Rosas, espera la muerte que, en sus sueños, tiene la forma de un caballo negro: símbolo de la fuerza, de la libertad o simplemente de la negritud. En su espera evoca las intrigas, traiciones y victorias referidas en las cartas a su amor, la imponente sombra del Restaurador, y el deseo del combate de los cuerpos que el orden patriarcal le ha negado.

Escritos en el barro

Andrés Bazzalo es el director de la notable Escrito en el barro, versión del Otelo de Shakespeare que tuve el gusto de reseñar allá por 2009 (para ver la reseña, click aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2009/05/sobre-escrito-en-el-barro-de-andres.html). En esa puesta, la construcción de época (Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, fines del siglo XIX) tenía, de algún modo, la “colaboración” de la trama del Otelo: toda versión de un clásico es un diálogo con su fuente que el lector/espectador descubre y disfruta, como un juego de coincidencias y desviaciones. En el caso del presente texto de Escofet, el juego intertextual es con la serie histórica en sus manifestaciones icónicas. Traduciendo: es el manual de Historia Argentina de la escuela, el Facundode Sarmiento y el Revisionismo Histórico, es la revista Billiken o el heroico Paka-paka de la década pasada, es el aire y el color de los cuadros de Prilidiano Pueyrredón y la efigie de Rosas en el extinto billete de 20 pesos, que ahora es un guanaco. Cristina Escofet construye, a partir de las cartas conservadas del personaje histórico, una bella y posible voz de tres registros: un registro coloquial, que logra complicidad con la platea; un registro “histórico”, reflexivo, demandante, firme y explícitamente político, más que nada dirigido a su Juan Manuel, eterno ausente. Y un registro lírico, de fina y contundente expresividad emocional.

Violencia y género
Decía que la reconstrucción histórica es un modo de vincularse y leer, desde el presente tenso y político -en el sentido profundo y cotidiano-, una época. Ayer, 6 de marzo de 2018, 71 diputad@s presentaron el proyecto de Despenalización del Aborto, resultado de una lucha centenaria, cajoneado en la cámara durante casi 13 años y cuyo derrotero es un eslabón más en la lucha por los derechos de la mujer. Mañana es 8 de marzo y paran las mujeres. Es un Paro Internacional, y el equipo de trabajo de Yo, Encarnación Ezcurra adhiere y convoca.

La versión de un profundo trozo de historia nacional que la obra reconstruye es el modo actual de expresar cómo se vestía, se hablaba, se pensaba y se movían el cuerpo, la sociedad y la naturaleza en el Buenos Aires de los unitarios y federales, como un terrible vector hacia el presente, a esta presente y cruel Buenos Aires neoliberal y al terrible mundo de la victoria del capitalismo global cuyos pilares patriarcales, no obstante, tiemblan: un vector hacia la lucha de las mujeres por su derecho a tener un cuerpo, a moverlo, a hablarlo y a politizarlo, y por su incontenible propósito de cambiar el orden establecido.

Los zapatos de Lorena Vega
La puesta de Andrés Bazzalo confronta sobre el cuerpo de la notable Lorena Vega las dos fuerzas profundas de la tensión del siglo XIX: los salones de la intriga, las peinetas, los afeites y la política, por un lado, y la negritud asesinada, borrada, junto con la indiada y el populacho como energía irrefrenable. Encarnación, de sangre india y negra, casada con el rubicundo Juan Manuel, reconocido entre el gauchaje por sus proezas de “a caballo”, caudillo rubio y de ojos claros. Las dos facetas de esos cuerpos en tensión encuentran en la actriz una extraordinaria síntesis: el vientre moreno y desnudo que candombea sobre los zapatos del salón que en algún momento debe investir; ese cuerpo femenino, de ansias de violencia y batallas a campo abierto, enfermo, maltrecho, sensual y capaz de la fina intriga de “decir con la boca que no y con los ojos que sí”.

Todo tendría sentido
Buenos Aires, la cruel, la actual, ofrece en sus intersticios de felicidad una cartelera teatral poderosa. Recomiendo contemplar el trabajo de esta actriz en relación con su opuesto y hermoso papel de maestra de pueblo en los añorados ‘80 en Todo tendría sentido si no existiera la muerte, de Mariano Tenconi Blanco (para leer la reseña de esa obra en este blog, click aquí: http://la-diosablanca.blogspot.com.ar/2017/11/sobre-todo-tendria-sentido-si-no.html)

Música, maestro
La banda musical de Yo, Encarnación Ezcurra es todo lo que uno espera y mucho más. Es estremecimiento y es época. Es cuerpo, es río, es pampa, es candombe, es historia.
Estos son sus nombres: Agustín Flores Muñoz, Martín Miconi, Malena Zuelgaray.

El resto es silencio.

Sobre LA MADRE DEL DESIERTO, de Ignacio Bartolone

Sobre LA MADRE DEL DESIERTO, de Ignacio Bartolone 620 348 Ignacio Apolo
El viernes 5 fui a ver La madre del Desierto, de Nacho Bartolone, al Teatro Cervantes – Teatro Nacional Argentino. Libertad 815 (4816-4224). Funciones: jueves a domingo a las 21

 

Rescatando al soldado Ryan

 

Veinte años atrás, el gran Steven Spielberg presentaba en cine, quizás por primera vez en esa forma envolvente y desesperante a la que este año regresó Cristopher Nolan con su extraordinaria Dunkerque, una batalla de la Segunda Guerra Mundial. Ésta última muestra la retirada de las tropas británicas ante el avance irresistible de los alemanes en las playas francesas. Es la historia de una derrota que, de alguna manera, se transforma en victoria. Aquella de Spielberg, en cambio, es el desembarco en Normandía, inicio del repliegue definitivo de los alemanes. La historia de una victoria que, si bien se leen la película y los hechos en los que se basa, contiene también la historia de una derrota. La trama de Rescatando al Soldado Ryan es conocida, y si no lo es, veinte años de antigüedad soportan el spoiler. Luego de la batalla, el comando del ejército estadounidense advierte que en el desembarco murieron dos hermanos, y que unos días antes, en otro frente de batalla, un tercer hermano había muerto también. Pero al reunir los tres telegramas de defunción que debían entregar el mismo día a la señora Ryan, descubren que hay un cuarto hermano, el último, que aún está vivo y combate en el frente francés. Por alguna razón que parece humanitaria, al menos uno de los cuatro hijos de la señora no debe morir en la guerra. El jefe del ejército ordena entonces enviar un grupo selecto de ocho hombres al mando del capitán Miller (Tom Hanks) a buscar al soldado y llevárselo con vida a su madre. La película cuenta, entonces, esa misión paradójica: un comando especializado se interna en el frente de una guerra despiadada para rescatar a un “private” (un soldado raso, un don nadie), a costa de las vidas de varios de ellos, que pasarán a sumarse a las de aquellos tres hermanos que no podían de ninguna manera ser cuatro.

 

Dos siglos antes, en otro país, en otra lengua, en otra guerra, en otra geografía y quizás en otro mundo, aunque regido por las mismas y absurdas leyes, una mujer parte al desierto, a pie y con un bebé en brazos, a buscar a su marido que había sido obligado por el bando estatal a sumarse a las tropas regulares y combatir. Por supuesto, la mujer morirá de sed sin haberse reunido con su marido, y su niño será encontrado con vida, prendido al pecho de “La Difunta”, para que el mito sea y se funde una patria. Absurdo es partir a pie con un lactante en brazos a buscar a un hombre que fue llevado por un ejército. Absurdo es enviar a la muerte a una tropa de elite sólo para evitar la de alguien cuyo valor es estadístico, cabalístico o simbólico. La película de Spielberg trata a Ryan como su trama amerita: un soldado raso, más o menos irrelevante, demasiado joven, un tanto obtuso, sin voz ni voto, casi sin palabra. La tradición popular argentina trató al bebé sobreviviente de la Difunta Correa casi de la misma manera, como lo que necesitaba que fuese: el símbolo inocente prendido a la teta, el Rómulo/Remo de la Nación Argentina.

 

Alguien comentó en algún posteo alguna vez que James Ryan existió, sobrevivió, se hizo espía de la CIA y colaboró con el derrocamiento de Allende en Chile. Puede ser, pero la película, como el mito, no pueden ocuparse de eso. Su función para la historia fue ser rescatado, no emitir una acción. En el escenario del Teatro Nacional Argentino, en cambio, Nacho Bartolone pone a la notable Alejandra Fletchner en el cuerpo de Deolinda Correa y, rompiendo la ley, quebrando el mito, haciendo el gesto artístico y político que permite revisar en forma desopilante su propia constitución, pone además al enorme (metafórica y físicamente) Santiago Gobernori en el cuerpo del bebé a quien, por otra parte, y sin que nadie jamás hasta ahora se lo hubiera pedido, le da la palabra.

 

Síntesis Argumental

 

Un bebé de pocos meses es arrastrado al medio del desierto por su madre, que dice buscar a su marido, víctima de la Ley de Levas. Uno de los dos cuerpos está condenado a morir para devenir mito. Pero antes de que eso ocurra, si es que ocurre, el bebé que percibe y es la totalidad, dirá su parte. Y ella, que no la percibe porque es la parcialidad, comprenderá algo.

 

El bebé y la lengua de dios

 

Si un bebé hablara, ¿qué diría? Como el Valdemar de Edgar Allan Poe, diría lo imposible: estoy muerto, en el cuento de “El extraño caso…”. Soy la totalidad, en el caso del bebé. Por supuesto, sería imposible, porque lo completo no tiene diferencias, y el lenguaje se estructura por ellas, por la capacidad de distinguir una cosa de todo lo demás que no es esa cosa. En la teoría del valor del signo lingüístico, cada signo es exactamente aquello que todos los demás signos no son: el valor es un valor de oposición. De allí que podamos distinguir el signo “éste” en oposición tripartita al signo “ése” y al signo “aquel”. Las distancias en los pronombres de nuestra lengua tienen tres valores, mientras que en otras pueden tener solo dos (this/that en inglés). El desierto, en las historias y leyendas de misticismo, se opone a lo terrenal, al cotidiano humano y sus distracciones: el desierto es la experiencia de despojo del hombre (el profeta, Cristo, el Buda) en pos del conocimiento. Es la experiencia de la transformación interior. En la literatura argentina, en cambio, el desierto se opone a las ciudades. “Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado desierto”, inicia el Facundo su primer capítulo, El tigre de los llanos. Es la enorme distancia, indiferenciada; es lo inhumano, lo animal, es la barbarie y la muerte. La ciudad, su opuesto, es el lenguaje, es la cultura, es la civilización. De la ciudad de San Juan parte esa criatura insólita (la madre) portando un bebé hacia el corazón de la muerte. Y allí, en el centro mismo de lo indiferenciado, el bebé hablará la imposible lengua universal, la lengua de dios, que es el todo. La tradición del Facundo y las lecturas místicas confluyen en la escena, de la mano del notable texto de Bartolone y la enorme calidad de los dos actores.

 

La lengua hablada de lo argentino

 

Siempre es un problema la “oralidad” histórica, la representación del habla de otras épocas y de otras latitudes. La literatura argentina tiene, no obstante, para agradecer a la gauchesca la posibilidad de hacer “sonar” a su emblema, el gaucho, y hacerlo sonar en verso. Ese corrimiento permite hacer ingresar a la escena una sonoridad de la palabra que remite, sin buscar realismo, al mundo que se quiere verosimilizar. Ignacio Bartolone, ya desde Piedra sentada, pata corrida y La piel del poema (para leer la reseña en este blog sobre esta última, click aquí), viene trabajando la palabra oral en función del acento y la poesía. En esta última, trabajaba la poesía (directamente representada) y el acento regional. En La madre del desierto, el trabajo está enfocado en hacer sonar un acento complejo, corrido, no del todo identificable, en las voces de Santiago Gobernori y Alejandra Fletchner, con muy buen resultado.

 

El mito original, de los arrieros a los camioneros

 

Cuenta la leyenda que el bebé fue hallado con vida prendido al pecho de una muerta que llevaba sólo una identificación: un colgante al cuello en cuyo interior estaba grabado el apellido de su padre: Correa. Por eso los arrieros que la encontraron no pudieron nombrarla de otro modo sino como una “difunta”. Habían extraviado el ganado. Desesperados, le pidieron a la muerta, en la creencia de que se hallaba más cerca de Dios que ellos, que les concediera el milagro de hallar las vacas. Si así lo hiciera, le construirían un altar. Y el ganado apareció. Y los arrieros iniciaron entonces el culto a la Difunta Correa, muerta de sed, dadora de bienes. El culto se extendió por los caminos: florecieron durante más de un siglo, pequeños altares a la vera de los caminos (más adelante, de las rutas) donde los arrieros del XIX, los camioneros del XX, dejaban como ofrenda botellas de agua. Botellas de agua para una muerta de sed. La paradoja nos persigue como una condena.

 

El culo de Cafiero

 

Entre los grandes nombres de los billetes de la década pasada y los esquivos próceres del siglo XIX (Don Juan Manuel de Rosas, Domingo Faustino Sarmiento, Facundo Quiroga) se filtra el del recordado dirigente peronista Antonio Cafiero. Más allá del desopilante humor iconoclasta de la obra, la imagen de Cafiero y la mención de sus partes íntimas son sumamente intrigantes. Puede ser que la obra trace un recorrido entre los mitos fundacionales de primer centenario y los grandes acontecimientos del siglo posterior. Pero el culo de Cafiero emerge y resiste, solitario. La anécdota, si Nacho me permite divulgarla (y como no está aquí conmigo, no podrá evitarlo) es que su propia madre, acérrima antiperonista, se lo mencionó una vez: le dijo a su hijo, en medio de una discusión o de una chicana o todo junto que, estando internada en un hospital y habiéndose confundido de habitación, entró en una donde estaba el susodicho, en batín y dado vuelta. “Yo le vi el culo a Cafiero”, dijo para siempre esa otra madre. Donde las palabras no alcanzan, que hablen las imágenes.

Sobre TODO TENDRÍA SENTIDO SI NO EXISTIERA LA MUERTE, de Mariano Tenconi Blanco

Sobre TODO TENDRÍA SENTIDO SI NO EXISTIERA LA MUERTE, de Mariano Tenconi Blanco 469 360 Ignacio Apolo
El domingo 5 fui a ver Todo tendría sentido si no existiera la muerte, de Mariano Tenconi Blanco, al Centro Cultural San Martín (funciones: viernes, sábado y domingo 20 hs, hasta el 12/11; Comedia de la provincia -La plata-, viernes y sábados 20 hs hasta el 9/12).
Star Whores

El 27 de agosto de 2009 se estrena en Argentina “Zack y Miri hace una porno”, película del director Kevin Smith en la que unos amigos de toda la vida y compañeros de departamento, Zack (Seth Rogen) y Miri (Elizabeth Banks), ahogados por el mal manejo de la economía doméstica, deciden realizar una porno, en la creencia de que el negocio les permitirá pagar las cuentas de luz y agua. Ellos mismos se encargan del casting, de los equipos técnicos, de la locación y el rodaje y, por supuesto, también del guion y de la actuación protagónica. El eje central del film, no obstante, y como si se tratase de una remake bizarra de “Cuando Harry conoció a Sally”, es el paso conflictivo de la amistad al romance entre Miri y Zack, quienes tienen previsto realizar la última escena sexual de la película. Lo curioso (y airoso) del resultado es que “Zack y Miri…” abunda en el humor absurdo y escatológico, en el diálogo picante y saturado, sin dejar de ser nunca una comedia romántica. El director se da el gusto, incluso, de desarrollar al interior de su propia película la parodia porno de Star Wars: “Star Whores” (Putas de las Galaxias), y de hacer actuar a una estrella porno real.

 

Ocho años después, una virtuosa conjunción teatral de melodrama de folletín, comedia bizarra y pornografía revisitada sube a escena en Buenos Aires, de la mano del notable elenco que reúne el autor y director Mariano Tenconi Blanco, en “Todo tendría sentido si no existiera la muerte”.

 

Síntesis Argumental
En la plenitud vintage de los 80 -aquellos del video club con sección “Condicionadas”-, una maestra de pueblo se entera que tiene una enfermedad terminal y, como última voluntad, decide escribir, filmar y protagonizar una película porno que, además de respetar sus gustos y sensibilidad, le otorgue algún sentido a aquello que ahora es consciente de que está por terminar: su propia vida.

 

Eros y tánatos
Kevin Smith (“Zack y Miri hacen una porno”) toma para su película un contraste (clásico) de las historias románticas: la oposición entre amistad y amor. El sexo es, en estas historias, el punto de quiebre y trasmutación de un tipo de relación, para bien o mal, en otro. Así, cuando en la original Harry finalmente tiene sexo con Sally, la crisis individual se transforma y permite sacar a la luz la tensión subyacente de toda la trama: ámense, chicos, que el pochoclo se acaba. Estas historias producen luego el consabido distanciamiento, el canto cínico de la individualidad que se desmorona y que, en un insight súbito, instaura la escena final de declaración de amor -la de Harry a Sally, corriendo por las calles desiertas y nevadas de Nueva York durante la cuenta regresiva de un Año Nuevo, para llegar justo a tiempo a decirle, detalle a detalle, todo lo que le gusta y ama de ella, está al tope de mi ranking-. “Quiero pasar el resto de mi vida contigo, y quiero que el resto de mi vida empiece ya”.

 

El otro clásico contraste de historias románticas es el que se da entre amor y muerte: la muerte permite y destaca la posibilidad del amor. En general, la condenada a morir es ella (Winona Ryder en “Otoño en Nueva York”, Debra Winger en “Shadowlands” o “Tierra de sombras”), y su condena permite, en el breve lapso que le es concedido, derretir los hielos del corazón del varón. El amor es aquí la consciencia incandescente de la finitud de la vida y lo que le da sentido a la vida posterior del superviviente. El sexo prácticamente no interviene en la ecuación, que es esencialmente sentimental, y por eso puede Richard Attenborough presentar el cuerpo flemático, erudito e inhibido del escritor C. S. Lewis, interpretado por Anthony Hopkins, en un romance que no tiene casi sexualidad.

 

Mariano Tenconi Blanco, al cierre de esta trilogía, retira de la escena el amor romántico (sin que deje de estar su tensión, en modo notable), para oponer directamente los inconscientes polos míticos: el sexo y la muerte, inconformables.

 

Video club de los ochenta, o como evitar la tentación de las pantallas
Uno de los logros (entre los numerosos logros de esta obra) es el armado de una obra “meta-cinematográfica”, es decir, de una obra teatral que trata sobre la realización de una película, prescindiendo de la utilización de video proyecciones. La escena contemporánea, al menos en esta ciudad acunada por los susurros del teatro post-dramático, está saturada de proyecciones. A pesar del mandato (toda obra contemporánea deberá utilizar micrófonos, monólogos a público y/o proyecciones), “Todo tendría sentido…” se posa y fecunda el escenario durante más de tres horas sin recurrir ni una sola vez al monólogo ni a la proyección. Todo es aludido o explícitamente mostrado: todo es cuerpo y metonimia. Todo es teatralidad de la más pura. El resto, es silencio. 

El decoro

Aproximadamente a la hora de representación, una pareja madura se levantó y dejó la sala. Probablemente equivocado, imaginé que habían entendido a esa altura que no sólo se hablaría descaradamente de masturbación femenina, tamaños relativos de penes medidos por recatadas maestras de escuela y efectos de la cocaína mezclada con el limoncello, sino que, además, se mostraría todo eso en escena. La ley del decoro, es decir, aquello que la sensibilidad teatral entiende como “obsceno” (fuera de escena), no estuvo del todo bien establecida, en mi imaginación, para esa pareja. Ellos se lo pierden. Y se pierden, sobre todo, la cabeza de pene que sobresale del bóxer y más tarde de la bragueta incontrolable del actor porno en un alto de la filmación, en el momento teatral más desopilante que haya visto últimamente. Me permito spoilear esa imagen, confiando en que, dentro de la multitud de imágenes, el lector pueda redescubrirla y disfrutarla.

 

El valor como contraste
La protagonista de “Todo tendría sentido…”, consciente en un destello de la cercanía de su muerte, también accede a la consciencia del sinsentido. Se pregunta qué valor ha tenido su vida, y qué valor podría cobrar, si aún pudiera, en sus últimos momentos. La pregunta, que también aparece en el título de la pieza, es sobre el “sentido”. No obstante, por la estructura de la trama, por sus motivos y sus procedimientos, no parece ser lo mismo. En todo caso, el “sentido” se asocia más a la dirección de un vector, que va del punto A al punto B, o bien al “significado”, ese modelo asociativo de pensamiento por el cual algo puede significar otra cosa. Es la historia de una vida, la metáfora que encierra un momento, la vinculación entre dos series. La protagonista se pregunta qué quedará de ella después de ella. Quién podría encontrarle un significado a su paso por la vida. Sin embargo, la respuesta no está en la metáfora o significado o historia que se cuenta, sino en el contraste de sus signos, en la teoría del valor. La vida, dice Eros, vale por lo que le opone a la Muerte. El sexo, y su ápice, el orgasmo, cuya mayor longitud imaginable (en este caso, al menos dos veces representado en forma explícita) no dura más que unos breves… ¿minutos? No obstante, y por eso es, en su modo petit mort, la quintaesencia de lo vital.

 

El sexo es breve, la muerte es casi infinita. El sexo es esporádico, la muerte es constante. El sexo es movimiento, la muerte es quietud. La escena inmóvil de los personajes mirando su película, de la cual el espectador vuelve a escuchar las voces, remite a aquellas emociones de La Invención de Morel, aquél anhelo de permanecer fuera del círculo muerte/vida, y no obstante… la vida misma, que navega en las aguas de la muerte.
Narración
La obra en su conjunto, dado sus procedimientos y su materia narrativa, es una gran obra excedida que se alimenta, en última instancia, de sus notables actuaciones. El elenco se pone al hombro todo el peso de las tres horas de duración cuya sustancia podría vehiculizarse en un tercio menos, sobre todo tomando en cuenta que algunos de sus tópicos (el abuso de menores, el aborto, la maternidad e incluso el “romance” entendido como vínculo de pareja) caen sobre la estructura muy posteriormente al desarrollo del conflicto eje, o se hacen intermitentes dado el enorme peso (y virtud) de la trama central. 
El inmortal
Una obra de la dimensión de “Todo tendría sentido si no existiera la muerte” es, necesariamente, muchas obras. Algunas obras asociadas mencioné en la reseña; otras reseñas se están publicando actualmente que hacen más menciones: el universo de Puig, las películas de Almodóvar, el folletín del siglo XIX. Hay un cuento de J. L. Borges sobre una raza de inmortales que, al tomar conciencia de su infinitud, dejan de darle valor al tiempo, a los sucesos, a su propio cuerpo. No hay memoria porque no hay olvido. No hay eventos, porque todo eventualmente volverá suceder. Esos personajes salen, finalmente, en busca del río de la muerte. Es decir, de aquello que los devuelva a la vida.

 

La vida vuelve a suceder, en las tres horas de duración de esta muy recomendable obra.
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